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I N T E R N A C I O N A L |
25 de agosto del 2003 |
Mike Davis
Mike Davis, historiador, Le Monde diplomatique, abril de 2003
Traducido para Rebelión por Beatriz Morales Bastos
Cuando una alteración climática o una
epidemia afectan a millones de personas, la catástrofe "natural" oculta
las demás causas de la tragedia. Así, las grandes sequías que entorno a
1870 afectaron al mundo no son las únicas responsables de su coste
humano. Las políticas coloniales llevaron a decenas de millones de
habitantes de los trópicos al hambre y a la muerte. Esta es la historia
oculta que Mike Davis se dedica reconstruir en un libro del que este
artículo es un extracto*.
Como podían darse cuenta los lectores contemporáneos de Nature y
otras revistas científicas, [la gran sequía de los años 1876 a 1879
constituyó] un desastre de proporciones verdaderamente planetarias
puesto que se registraron casos de sequía y de hambre en Java, en
Filipinas, en Nueva Caledonia, en Corea, en Brasil, en África austral y
en África del norte. Hasta entonces nadie había sospechado que una
importante perturbación climática pudiera producirse de manera
sincronizada en toda la extensión de la zona tropical de los monzones,
tanto en la China del norte como en el Magreb.
En efecto, el número de víctimas sólo se podía calcular de manera muy
aproximativa, pero era espantosamente claro que el millón de muertes del
hambre irlandesa de 1945-1847 debía ser multiplicado al menos por diez.
Según los cálculos de un periodista británico, ni siquiera sumando
todas las víctimas de las guerras convencionales desde Austerlitz hasta
Antietam y Sedan probablemente se llegaría a alcanzar el nivel de
mortandad de la India del sur durante esta crisis (1). Solamente la
revolución de Taïping (1851-1864), es decir, la guerra civil más
sangrienta de la historia de la humanidad, con sus entre veinte y
treinta millones de supuestos muertos, podía reivindicar un número tan
elevado de víctimas (2).
Pero la gran sequía de los años 1876-1979 no fue más que la primera de
las tres crisis de subsistencia que a escala planetaria marcaron la
segunda mitad del reinado de Victoria. Entre 1889 y 1891 nuevas sequías
sembraron el hambre en India, en Corea, en Brasil y en Rusia, aun cuando
fuera en Sudán y Etiopía donde la crisis fue más grave, con la muerte
de quizá un tercio de la población. Después, entre 1896 y 1902, el
monzón volvió a faltar varias veces en toda la zona tropical y en China
del norte. Devastadoras epidemias de paludismo, de peste bubónica, de
disentería, de viruela y de cólera causaron millones de víctimas entre
los habitantes de estas regiones debilitadas por el hambre.
Con una rapacidad sin parangón, los imperios europeos, imitados en ello
por Japón y Estados Unidos, aprovecharon la ocasión para obtener nuevas
colonias, expropiar tierras comunales y acaparar nuevos recursos
mineros y agrícolas. Lo que desde el punto de vista de las metrópolis
podía pasar por el ultimo destello crepuscular de un siglo de glorias
imperiales, a los ojos de las masas africanas o asiáticas se presentaba
bajo la siniestra luz de una inmensa pira funeraria.
Tres engranajes implacables
El número de víctimas mortales de estas tres oleadas de sequía, hambre y
epidemias posiblemente no es inferior a treinta millones. [...] Pero si
bien los tugurios obreros descritos por Dickens han quedado impresos en
la memoria histórica, los niños hambrientos de los años 1876 y 1879 han
desaparecido de escena. Casi sin excepción, los historiadores modernos
que en el mundo escriben sobre el siglo XIX desde un punto de vista
euro-americano ignoran las excepcionales sequías y las grandes hambrunas
que afectaron entonces a lo que hoy llamamos el "tercer mundo". [...]
[Ahora bien], decenas de millones de campesinos pobres no sólo murieron
de manera atroz, sino que murieron en unas condiciones y por unas
razones que contradicen ampliamente la interpretación convencional de la
historia económica de este siglo. Así, por ejemplo, ¿cómo explicar el
hecho de que en el curso del mismo medio siglo que vio desaparecer de la
Europa occidental el hambre en tiempos de paz, ésta se haya propagado
de una manera tan devastadora a través de todo el mundo colonial?
Igualmente, ¿cómo considerar las complacientes declaraciones sobre los
benéficos y salvadores efectos de los ferrocarriles y de los modernos
mercados de cereales cuando se sabe que millones de personas,
especialmente en la India británica, exhalaron su último suspiro a lo
largo de las vías férreas y a las puertas de los almacenes de cereal? Y,
en el caso de China, ¿cómo explicar el impresionante declive de la
capacidad de intervención del Estado a favor de las poblaciones,
especialmente en materia de prevención de hambrunas, que parece estar
estrechamente asociado a la obligada "apertura" del imperio a la
modernidad impuesta por los británicos y otras potencias coloniales?
En otros términos, no se trata de "tierras de hambre" estancadas en las
pantanosas aguas de la historia mundial sino de la suerte de la
humanidad tropical en el preciso momento (1870-1914) en el que su fuerza
trabajo y sus recursos eran absorbidos por la dinámica de una
economía-mundo centrada en Londres (3). Estos millones de muertos no
eran ajenos al "sistema de mundo moderno", pero se encontraron en pleno
proceso de incorporación a sus estructuras económicas y políticas. Su
trágico fin tuvo lugar en plena edad de oro del capitalismo liberal; de
hecho, de muchos de ellos se puede incluso decir que fueron las víctimas
mortales de la aplicación literalmente teológica de los sagrados
principios de Adam Smith, de Jeremy Bentham y de John Stuart Mill. Y sin
embargo, el único historiador económico del siglo XX que parece haber
comprendido bien que las grandes hambrunas victorianas (al menos en el
caso de India) eran capítulos ineludibles de la historia de la
modernidad capitalista fue Karl Polanyi, en su obra de 1944, La gran transformación. "La fuente real de las hambrunas de los últimos cincuenta años", escribía, "es el libre mercado de cereales, combinado con una falta local de ingresos". [...]
En definitiva, "La muerte de millones de personas" era una opción
política: el advenimiento de semejantes hecatombes exigía (para retomar
la fórmula sarcástica de Bretch) "una manera brillante de organizar el hambre
(4)". Las víctimas debían estar ya completamente vencidas mucho tiempo
antes de su lenta degradación y de su vuelta al polvo.[...]
Aunque las malas cosechas y la escasez de agua habían alcanzado unas
proporciones dramáticas -en ocasiones nunca vistas desde hacía siglos-,
las reservas de cereales disponibles en otras regiones de los países
concernidos habría permitido casi siempre salvar a las víctimas de estas
sequías. Nunca se trató de una penuria absoluta, salvo quizá en Etiopía
en el año 1899. Dos factores decidieron de hecho la supervivencia o la
muerte segura de las poblaciones siniestradas: por un lado, los
novísimos mercados de materias primas y las especulaciones sobre los
precios que dichos mercados fomentaban.; por otro, la voluntad de los
Estados, más o menos influenciada por la protesta de las masas. Según
los caso, eran muy variables la capacidad de compensar las malas
cosechas y la manera como las políticas de lucha contra el hambre
reflejaban los recursos disponibles.
En un extremos tenemos la India británica gobernada por virreyes tales
como Lytton, el segundo Elgin y Curzon, en la que el dogma
libre-cambista y el frío cálculo egoísta del Imperio justificaban la
exportación de enormes cantidades de cereales hacia Inglaterra en medio
de la más espantosa hecatombe. En el otro extremo, tenemos el trágico
ejemplo del Emperador Menelik II, que luchó heroicamente, aunque con
muy pocos medios, para salvar al pueblo etíope de una conjunción
verdaderamente bíblica de catástrofes naturales y sociales.
Si se adopta un punto de vista ligeramente diferente se puede afirmar
que las [muertes de estas hambrunas] fueron desleídas por tres de los
engranajes más implacables de la historia moderna. En primer lugar,
fueron víctimas de la coincidencia fatal y sin precedentes entre una
serie de conmociones del sistema climático planetario y los mecanismos
de la economía-mundo de la era victoriana. Hasta los años en torno a
1870, en ausencia de una red internacional de vigilancia meteorológica,
aunque fuera rudimentaria, los medios científicos apenas eran
conscientes de que era posible una sequía de proporciones planetarias;
igualmente, hasta los albores de este mismo decenio, los campos de Asia
aún no estaban lo bastante integrados en la economía mundial para poder
proyectar o recibir unas ondas de choque susceptibles de recorrer la
mitad del globo.
Pero los años en torno a 1870 ofrecieron muchos ejemplo del nuevo
círculo vicioso [...] que vinculaba el clima y los movimientos de
precios por mediación del mercado mundial de cereales. De pronto el
precio del trigo en Liverpool y los avatares del monzón en Madrás se
convertían al mismo título en las variables de una gigantesca ecuación
que ponía en juego la supervivencia de grandes masas de seres humanos.
La mayoría de los campesinos indios, brasileños y marroquíes que
sucumbieron ante el hambre entre 1877 y 1878 eran tanto más vulnerables a
ese azote cuanto que previamente habían sido reducidos a la miseria y
debilitados por la crisis económica mundial (la "gran depresión" del
siglo XIX) comenzada en 1873. Igualmente, los crecientes déficits
comerciales de la China de los Qing -ampliamente estimulados en su
origen por las artimañas de los narcotraficantes británicos- aceleraron
el declive de los graneros del Imperio, que en tiempos normales
constituían la primera línea de defensa del país contra la sequía y las
inundaciones.
Inversamente, las oleadas de sequía que afectaron
el nordeste brasileño en 1889 y en 1891 hincaron de rodillas a las
poblaciones rurales del interior del país y las debilitaron aún más
frente a los efectos de las crisis políticas y económicas de la nueva
República.
[...] El tercer engranaje de esta mecánica histórica catastrófica es el
imperialismo moderno. Como ha demostrado brillantemente Jill Dias en el
caso de la dominación portuguesa en Angola en el siglo XIX, el ritmo de
la expansión colonial respondía con una extraña regularidad al de las
catástrofes naturales y las epidemias (5). Cada gran oleada de sequía
permitía un nuevo avance del imperialismo. Así, la sequía de 1877 en
África del sur permitió a Carnarvon minar la independencia del reino
zulú, mientras que el italiano Crispi aprovechó el hambre etiope de
1889-1891 para promover su sueño de un nuevo imperio romano en el Cuerno
de África.
La Alemania de Guillermo II supo así explotar las inundaciones y la
sequía que devastaron la provincia de Shandong (Shantung) a finales de
los años 1890 para extender agresivamente su esfera de influencia en
China del norte, mientras que Estados Unidos se servía del hambre
inducida por la sequía y de la enfermedad como armas para aplastar mejor
la resistencia de la República filipina de Aguinaldo.
Pero las poblaciones rurales de Asia, de África y de América del sur no
se plegaron con docilidad al nuevo orden imperial. Las hambrunas son
auténticas guerras por el derecho a la existencia. Si bien es cierto que
en los años entorno a 1870 los movimientos de resistencia a las
hambrunas se limitaron esencialmente (excepto en África del Sur) a
disturbios locales, sin duda se puede ver en ello en gran parte el
efecto del recuerdo aún reciente del terror de Estado aplicado contra la
revuelta de los Cipayos en India y la revolución de los Taiping en
China.
Pero los años en torno a 1890 nos ofrecen un escenario completamente
distinto y los historiadores contemporáneos han establecido claramente
el importante papel desempeñado por el hambre y la sequía en la revuelta
de los Boxer, el movimiento Tonghak en Corea, la emergencia del
nacionalismo extremista en India y la guerra de Canudos en Brasil, así
como de innumerables revueltas en África austral y oriental. Los
movimientos milenaristas que causaron estragos en el futuro "tercer
mundo" a finales del siglo XIX deben una buena parte de su violencia
escatológica a la agudeza de las crisis ecológicas de subsistencia.
[...] Lo que hoy denominamos el "tercer mundo" -un término forjado
durante la guerra fría (6)- es el resultado de desigualdades de ingresos
y de recursos -el famoso "foso del desarrollo"- que tomaron forma de
manera decisiva durante el último cuarto del siglo XIX en el momento en
que las vastas poblaciones campesinas del mundo no europeo se integraban
en la economía mundial. Como han subrayado recientemente otros
historiadores, si es cierto que en la época de la toma de la Bastilla
las principales formaciones sociales de planeta conocieron en su seno
una fuerte diferenciación vertical entre las clases, ésta no se reprodujo en la forma de una diferenciación abismal de ingresos entre estas diversas sociedades. La diferencia de nivel de vida entre, por ejemplo, un sans-culotte francés
y un campesino del Decan era relativamente insignificante respecto a la
que separaba a cada uno de ellos de su respectiva clase dirigente (7).
En cambio, al final del reinado de Victoria la desigualdad entre las
naciones era ya tan profunda como la desigualdad entre las clases. La
humanidad estaba irrevocablemente dividida en dos.
*Génocides tropicaux, catastrophes et famines coloniales (1870-1900). Aux origines du sous-développement, 480 páginas, 25 euros, La Découverte, Paris, 2003.
(1) William Digby, "Prosperous" British India. A revelation from Official Records, Londres, 1901, p. 118.
(2) N de la R: llevada a cabo por Hung Hsiu-Chuan, esta revuelta popular
y mesiánica contra la dinastía manchú conquistó vastos territorios en
el sur y centro de China y tomo Nankin como capital, antes de ser
aplastada.
(3) W. Arthur Lewis, Growth and Fluctuations, 1870-1913, Londres, pp. 29, 187 y 215 en particular.
(4) Bertolt Bretch, Poems 1913-1956, Londres, 1976, p. 204.
(5) Jill Dias, "Famine and Disease in the History of Angola, c. 1830-1930", Journal of African History, 22, 1981.
(6) Alfred Sauvy, "Trois mondes, une planète", L´Observateur, Paris, n° 118, 14 de agosto de 1952, p. 5.
(7) Cf. Kenneth Pomerantz, The Great Divergence: China, Europe and the Making of the Modern World Economy, Princeton, N.J., 2000.